domingo, 4 de agosto de 2013

El Paciente Inglés II

Me doy cuenta lo mucho que me cuesta escribir esta historia, no sé si porque me duele a la distancia o porque me da vergüenza haber sido tan ilusa y comprar el boleto del teleférico de la pelotudez.

La historia siguió, me compró entradas para ver a Pulp en Agosto en Londres, por lo cual viajé a verlo. Todo genial, todo divino. Pero claro, es difícil separar la emoción de estar de viaje e ir a un recital de tres días en Londres de la emoción de ver a la persona que querés. Y probablemente, todo fue perfecto por el contexto, y no por la situación en sí.

Estuve viviendo con Mike una semana, fuimos a conocer a la familia y a los amigos, la pasamos bárbaro. A la hora de volver, quedamos incluso más enganchados. Y en septiembre decidimos que íbamos a viajar a Machu Picchu en enero. Y que se iba a quedar a vivir en mi departamento 40 días, hasta marzo.

HASTA MARZO! Es decir, no lo iba a poder esconder en el placard. Iba a tener que blanquear la situación en mi hogar. A Papa Evaristo, a Mama Alicia y a Hermano José. Terrible.

Decidí llevar a mi mamá a tomar un helado cuando volví de viaje, y con cucurucho en mano le dije:

“Ma, te tengo que decir algo. Quedate tranquila, no soy lesbiana ni estoy embarazada…”

Y le conté más o menos la historia. Y que lo iba a conocer en verano.

Casi se atraganta con el cucurucho. Pero me había parecido que lo había tomado bien. Bastante bien, de hecho. Me equivoqué.

Al día siguiente, hablamos a la tarde por teléfono. Y en un momento empieza a llorar y me dice:

“Que sabemos de este pibe? Eh? Mira si es un narcotraficante y te viene acá a usar para 
 vender drogas…”

“Por Dios ma, cortala con las novelas”

Apenas tiene un huevo, mirá si va a comercializar drogas?

Llegó enero, nos fuimos a Perú y Bolivia. El viaje estuvo bien, excepto por el hecho de que él ya había hecho ese viaje dos veces antes, y nada lo emocionaba tanto, y su mayor interés era comer esto o lo otro. Sobrevivimos al camino del Inca en la selva y a Bolivia.

Volvimos. Y lo senté en la mesa familiar el 25 de enero, el día del cumple de mi papá. Creo que ese fue el día que más miedo tuve en mi vida. Nunca, desde los 15 años, llevé a nadie a mi casa y ahora caía con un inglés tatuado, que viene a vender droga a Buenos Aires y que se robó las Malvinas. Soy una hereje.

En un momento mi hermano le dice

"Y ahora voy a hacerte la pregunta clave…"

DIOS. Viene el tema de las Malvinas.

"Que pensás de la monarquía?"

"Y, realmente no hacen nada…"

UFFFFFF. Estuvo cerca.

Sintetizando nuestra convivencia, la rutina era que mientras yo iba a trabajar él iba a aprender español porque, según sus dichos, “iba a venir a vivir conmigo a Buenos Aires”. Pero a eso se reducía su interacción con el medio ambiente: no se interesaba por pasear más allá de Puerto Madero o de socializar con otras personas. Entonces se empezó a transformar en un collar de sandías.

Párrafo aparte merece el tema de la comida. Con reclamos como:

Tu cocina es muy chica // Necesito cereales para el desayuno // No tenés grill, y yo sin grill no puedo cocinar // No me gusta la ensalada // Quiero comer cordero

Y la frutilla del postre

“Pero como, acá no se consiguen productos de Nueva Zelanda?”

A ver flaco, venimos de Bolivia. BO LI VIA. No. Tenes el Carrefour Express, tenés el chino a la vuelta. Y esto no es Londres. No hay productos del otro lado del mundo.

Puse mi mejor esfuerzo para lograr que la comida tuviera un poco más de onda, pero tampoco podía cambiar la realidad. Y no me iba a sentir mal por vivir en Buenos Aires donde la gente no come cordero on a daily basis.


La gota que rebalsó el vaso empezó por una discusión acerca de una almohada…

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